Dos de nosotros

Dos de nosotros

Política


30 DE OCTUBRE DEL 83 - Historias de
Hurlingham









Escenas de una pesadilla argentina

Los vuelos de la muerte de Campo de Mayo y un método para desaparecer personas.


Por Fabián Domínguez


Ilustración de Mercedes Domínguez



Lo sacaron del tubo donde estaba cautivo y lo llevaron a la oficina. Era la madrugada y un policía le anunció que lo iban a trasladar. Esposado, lo subieron a un camión celular. Hacía más de un mes lo secuestraron y lo llevaron a Coordinación Federal donde vio que también estaban el matrimonio Divinsky, de Ediciones de la Flor, y Robert Cox, director del Buenos Aires Herald. Un día lo visitó el obispo auxiliar de San Isidro, Justo Laguna, y supo que desde afuera iban a presionar para que lo liberaran, o por lo menos que el gobierno militar reconociera que lo tenía detenido. El 5 de mayo de 1977 recién empezaba y el rodado iba de acá para allá, sin detenerse, sacudiéndose en los pozos. Cuando agarraba las curvas con velocidad el secuestrado se tambaleaba dentro del vehículo. Una hora, tal vez dos, y el camión se detuvo, la puerta se abrió y vio un hangar. Un avión pequeño se movía cerca y la brisa fría de la noche le acarició la cara. 

 

Un hombre le ordenó bajar y al pisar el cemento vio el cartel que decía “Aeroclub San Justo”. Caminaron pocos metros hasta llegar al avión. Subió y lo llevaron hacia la cola de la nave. Lo sentaron esposado y envolvieron con una cadena las esposas. Quedó atado al pie del asiento. El piloto y el copiloto se mantenían concentrados en los controles y cinco militares armados lo custodiaban como si fuera el criminal más peligroso del mundo. Cuando la nave despegó estaba acomodado junto a una ventanilla y, a medida que la nave tomaba altura, reconoció el arroyo Morón, el río Reconquista, el Luján, después el río Paraná, luego el Uruguay, el Delta, y luego poblados de la costa oriental. Conoce muchos de esos cursos de agua porque los navegó. Parecía que la nave daba una gran vuelta entre las dos orillas, porque sobrevolaban el Río de la Plata sin un destino fijo. El motor del avión era lo único que se escuchaba, y de vez en cuando alguno de los militares lo miraban para confirmar que seguía atado. En uno de los asientos delanteros un oficial sacó una caja de un bolso y parecía que iba a preparar las jeringas para inyectarlo. El prisionero sabía que en los vuelos de la muerte adormecían a las víctimas para que no se resistieran en el momento de abrir la compuerta y lanzarlo al vacío. La noche no terminaba más, sabía que nadie reclamo por él. Solo atinó a rezar. 

 

De pronto el piloto dejó el mando del avión y se acercó al oficial que estaba concentrado en desenvolver la caja con jeringas. En el horizonte se percibía que pronto amanecería, el sol dejó ver sus primeros rayos.

 

─ Disculpe, acabo de recibir la orden de llevar al detenido al aeropuerto de El Palomar.
El oficial volvió a guardar la caja en un bolso, miró al detenido y sonrió con sorna.
─ Parece que hoy no me vas a dar el gusto de verte nadar.

 
Adolfo Pérez Esquivel no sabía si lo que le anunciaron era una noticia buena o mala, solo sabía que seguía con vida. Después de aterrizar en el aeropuerto militar lo volvieron a subir a un vehículo, y lo llevaron a la  Unidad 9 de La Plata. Cuando llegó le tomaron los datos y le anunciaron que a partir de ese momento pasaba a disposición del Poder Ejecutivo. Entendió que desde afuera hubo alguien que presionó para que no lo mataran. Pero esa convicción se le disipó un rato más tarde, cuando lo llevaron a los chanchos, el calabozo de castigo donde lo dejaron incomunicado, a oscuras y con un aire viciado. No estaba muerto, pero nada indicaba que no saliera loco. Tres años más tarde ese hombre, tal vez el único sobreviviente de un vuelo de la muerte, recibiría el premio Nobel de la Paz.


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Los “conversatorios zoom” es la manera en que charlas, presentaciones de libros, conferencias, clases, se realizan en tiempos de encierro pandémico. Pérez Esquivel contó su experiencia en los vuelos de la muerte en una de las tantas charlas en las que viene participando. Ese día, en un zoom organizado en el distrito de Pilar, participó el periodista entrerriano Fabián Magnota, quien investigó los casos de vuelos en la provincia de Entre Ríos y lo plasmó el libro El lugar perfecto. Dictadura, vuelos de la muerte y desaparecidos en el delta entrerriano. El volumen, dividido en 48 capítulos, desmenuza antecedentes, casos, testimonios acerca de esos vuelos sobre el Delta, de manera específica en torno a Villa Paranacito, cerca del Kilómetro 1 del Río de la  Plata.

 

Magnotta explicó que los militares durante la dictadura fueron perfeccionando el sistema de vuelos para no dejar huellas. Al principio arrojaban a los desaparecidos hacia el este, lo que provocó la aparición de cuerpos en la costa uruguaya, entre ellos el adolescente Floreal Avellaneda, secuestrado y llevado a Campo de Mayo en abril de 1976  (su cuerpo fue arrojado desde un avión un mes después). Las quejas de la dictadura de Uruguay obligó a lanzar los cuerpos en el límite entre el río de la Plata y el Mar Argentino, pero algunas tormentas regresaban los cuerpos a la playa, y así fue como aparecieron restos humanos en Mar de Ajó, Santa Teresita o Pinamar. El hallazgo más conocido de cuerpos fue en diciembre de 1977, cuando un avión arrojó a los secuestrados de la iglesia de la Santa Cruz, entre ellas las monjas francesas y las primeras Madres de Plaza de Mayo, que fueron identificados en 2005. La tercera etapa de los vuelos fue cuando se arrojaron los cuerpos en el delta. El periodista entrerriano destacó de entrada que el delta está muy cerca de la ciudad de Buenos Aires y que es el lugar perfecto para esconder pruebas de delitos. “El delta del Paraná tuvo el pico de vuelos de la muerte durante el mes del Mundial ´78, con cuerpos caídos sobre casas, árboles, arroyos y en parajes poco explorados e inaccesibles. Los tambores con restos humanos los arrojaban desde barcos, los bultos con cuerpos eran arrojados desde aviones o helicópteros”. Desde la publicación de su libro, en 2012, Magnotta siguió recabando datos, testimonios y rumores, y sabe que más allá del delta entrerriano, en las islas bonaerenses también arrojaron cuerpos. De manera especial tiene curiosidad sobre lo que pasó en la isla Martín García, que además de tener un cementerio propio cuenta con una pista de vuelo.

 

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Campo de Mayo se caracterizó por tener varios centros clandestinos de detención en dictadura, entre ellos la cárcel de Gendarmería, el Hospital Militar, Las Casitas y El Campito. Pocos lo tienen en cuenta, pero la pista de aterrizaje del Batallón de Aviación 601 fue otro centro clave en la maquinaria de terror, pues desde allí salían los vuelos fantasma, como los conocían los soldados que hacían el servicio militar, o los vuelos de la muerte, como se popularizaron luego. La gran unidad militar, creada en 1900 y con más de 3.000 hectáreas, se ubicaba a 30  kilómetros al norte de la Capital Federal, rodeado por los distritos de General Sarmiento, San Martín, Tres de Febrero y Tigre. El lugar alberga una serie de escuelas militares, como la de Caballería, de Infantería, de Comunicación, de Apoyo de Combate Lemos, todos bajo el mando del Comando de Institutos Militares, que en dictadura se manejó con el rango de cuerpo de Ejército y se denominó Zona IV.

 

El suboficial Víctor Ibáñez cumplió diversas tareas en el centro clandestino El Campito, como alimentar e higienizar a los secuestrados; llevar las raciones de comida; además de limpiar el lugar. Ese contacto permitió conocer la identidad de algunos de ellos. También participó para acompañar a grupos de tareas, sin formar parte de los mismos sino para apoyo externo o corte de calle en los operativos en las casas. Ibañez fue el primer militar del Ejército que reveló la trama de los vuelos en una extensa entrevista con Fernando Almirón y que se publicó en el libro Camposanto (1999). Antes que él, un oficial de la Marina, Adolfo Scilingo reveló que participó de dos vuelos de la muerte llevando a treinta personas para arrojar al mar, testimonio que en 1995 se plasmó en el libro El Vuelo, de Horacio Vertbisky.

 

El sargento Ibañez nunca quiso ser militar. Nacido en Tucumán, hijo de madre soltera, llego a Buenos Aires con su mamá siendo muy pequeño, en busca de un futuro en la gran ciudad. Al principio pudo estar con su madre, que trabajaba cama adentro, pero al crecer fue internado en el Instituto Roca, hasta los 18 años. Fue aprendiz de joyero, luego trabajó en un estacionamiento, pero pronto saltó a una vida al margen y fue ladrón de bicicletas, luego de autos, y se transformó en un lumpen. Vivió en Capital Federal un tiempo, y luego pasó a vivir en una casilla de un barrio de San Miguel. Después de ser detenido por un robo menor, alguien le sugirió meterse al Ejército, donde tendría salario y un prestigio. Probó con la Policía Federal, pero lo rechazaron por petiso y flaco. A los 20 años, entró al Ejército para hacer el servicio militar en el Regimiento de Tanques de Azul. Desde entonces se empezó a preparar para entrar a la Escuela Lemos, en Campo de Mayo, con la expectativa de rendir los primeros años y después pedir el pase al Colegio Militar y hacer la carrera de oficial. Para eso debía rendir materias vinculadas a la mecánica, pero materias como matemática, física y química no eran su fuerte, no aprobó y optó por el área de Servicios, y se especializó en talabartería, un oficio del que no sabía ni su existencia.

 

Recibido, con el grado de cabo, lo destinaron en el Instituto de Comandos, a cargo de las caballerizas, donde su responsable, el capitán Osvaldo Guarnaccia, le dio libertad para aprender a montar, armar pistas de salto y organizar torneos inter-fuerzas con la Escuela de Caballería, la Gendarmería y la Policía. Ibáñez, con 24 años, tenía a su cargo un grupo de soldados y un talabartero civil cuando se produjo el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976. Una mañana lo mandó a llamar el jefe del Instituto de Comandos, que en ese momento era el general Fernando Verplaetsen.

 

─ Preparate que vas a la guerra ─ le advirtió Guarnaccia. 

El suboficial estaba seguro de que lo iban a mandar a Tucumán, donde se desarrollaba el Operativo Independencia, combatiendo al ERP en los montes, por eso se presentó con ropa de fajina y la mochila para embarcarse.

─ ¿Qué hace así cabo? ─ le dijo Verplaetsen.

─ Me dijeron que venga preparado para ir a la guerra.

─ Lo quiero en media hora acá, vestido de civil ─ Media hora más tarde Ibañez estaba en la puerta del comando, esperando el jeep que lo llevaría a lo peor de la historia argentina.


Pocas días más tarde, ya integrado al grupo logístico de El Campito, Ibañez fregaba con fuerza el fuselaje de un avión.

 
─ ¿Cómo va la limpieza?

─ Ya termino capitán.

─ ¿Terminó con el interior de la máquina?

─ Sí, costó un poco sacar algunas manchas.

─ Ojo que no tiene que quedar rastros de ningún tipo.

─ No se haga problema. Usé un poco de combustible de avión, y salió todo. Lo que cuesta ahora es el fuselaje. El problema de la sangre cuando se seca es que cuesta limpiarla.


El oficial se alejó de la pista de aviación. Un rato después Ibañez llevó los tachos al jeep, guardó el cepillo y el detergente y se alejó hacia unos árboles, donde pudo llorar. No solo limpió sangre, sino que encontró fragmentos de cuero cabelludo, carne y vómitos humanos. Eran los que habían cargado durante la noche en el avión y se los llevaron al río. Con el tiempo Ibáñez se acostumbró a su trabajo. Como integrante de la logística del centro clandestino conoció el sistema de traslado de detenidos-desaparecidos, consistente en sacarlos en fila de los galpones, acercarlos a la pista de aviación con promesa de derivarlos a una cárcel común, aplicarles una inyección por parte de médicos para anestesiarlos y subirlos al avión. El talabartero sabía del despegue del avión lleno y el regreso de la nave, tres o cuatro horas más tarde, vacía.
 

Hace más de una década, el Ministerio de Justicia de la Nación implementó el Programa Verdad y Justicia, que estuvo primero a cargo de Luciano Hazan y de Elizabeth Gómez Alcorta, bajo la Dirección de Derechos Humanos del Ministerio de Defensa, a cargo de Stella Segado. El ex soldado Miguel Angel Hait testimonió en 2008 y contó que hizo la colimba (corre-limpia-barre) en la Compañía Helicópteros de Asalto del Batallón de Aviación de Ejército 601, de la guarnición de Campo de Mayo, entre febrero y julio de 1976. Estuvo casi siete meses allí, entró en democracia y a los dos meses se produjo el golpe de Estado. Una mañana, entre abril y mayo, fue a la Torre de Control de Vuelos a retirar las fichas de vuelo y desde allí vio que, en el Aeródromo de Campo de Mayo, estaban estacionados dos camiones Unimog camuflados con pintura del Ejército junto a un avión marca The Havilan, modelo Twin Otter, tipo Stol, de despegue y aterrizaje corto. Le llamó la atención que al avión estaba subiendo un grupo de personas, y más se sorprendió cuando vio que uno de ellos se golpeó con el marco de la puerta pues tenía los ojos vendados. Se detuvo a observar. A 40 metros del lugar, reconoció a esa persona como Roberto Quieto, integrante de la cúpula de Montoneros, cuyo rostro era muy conocido por las fotos que se divulgaron cuando desapareció, a fines de 1975, y de quien se decía que estaba muerto. Además de Quieto, el soldado vio a una mujer con los ojos vendados, dos adolescentes y una niña, quienes también eran subidos al avión.


Otro ex soldado que testimonió fue Eduardo Bravo, quien hizo el servicio militar dieciséis meses, entre enero de 1977 y mayo de 1978, en la  Compañía de Servicios del Batallón de Aviación. Una semana al mes hacía guardia en la torre de control y en esas guardias veía que dos o tres veces por semana ingresaban al predio camionetas azules, similares a las de la policía. No sabía muy bien qué hacían los vehículos junto a los aviones, hasta que una noche lo convocaron, junto a otros soldados a la pista, y pudo ver que de una camioneta bajaban diez bolsas con cuerpos adentro y los subían al avión. Se dio cuenta que eran humanos por la forma de las bolsas.


También vio bolsas el ex soldado Roberto Loeiro, quien estuvo cumpliendo con el servicio militar entre marzo y noviembre de 1977, con tan buen desempeño en el periodo de instrucción que fue ascendido a dragoneante. En septiembre le informaron que a las 2 de la madrugada iba llegar un furgón Dodge, color azul, con caja trasera metálica, que debía dejar pasar. Con esa consigna dejó pasar al vehículo y vio cómo se ubicaba junto a un avión Fíat, que tenía el portón de la bodega abierto. Del Dodge empezaron a bajar bolsas como las de las morgues, y las subían al avión. Esa acción las volvió a ver otras veces durante su turno al mes siguiente.


El ex soldado Daniel Humberto Tejeda, que hizo el servicio militar entre 1976 y 1977, estuvo designado como artillero de puerta de helicóptero y realizó trabajos mecánicos y de mantenimiento. Como todos los soldados, estuvo en guardias. En su caso, en el aeródromo y hangares, donde veía cómo vehículos carrier del Ejército salían de la zona boscosa, donde se ubicaba El Campito, se acercaban a la pista y pasaba cuerpos de personas a un avión estacionado en el lugar. Los aviones que usaban eran los Twin Otter y los Fokker, y en ocasiones los helicópteros Bell UH-1H, al que le sacaban los asientos para tener más espacio.


El testimonio del ex soldado Raúl Escobar Fernández, que hizo el servicio militar entre enero de 1976 y julio 1977, en Campo de Mayo, permite confirmar el tipo de inyectable que les aplicaban a las personas antes de iniciar los vuelos fantasmas. Como hacía mantenimiento y se encargaba de cortar el césped, encontró en el suelo varias veces una gran cantidad de ampollas de frasquitos con la tapa de goma para introducir una jeringa dentro del frasco, con el cartelito Ketalar. El lugar de los hallazgos era en donde las camionetas y los carriers estacionaban para bajar a las personas antes de subirlas al avión. El ketalar es un anestésico de corta duración, que puede dormir a una persona 30 minutos, por lo que no es raro que durante el vuelo se aplicara otra dosis. 

 

***

 

La justicia argentina tardó cuatro décadas en juzgar y condenar a pilotos por los vuelos de la muerte. En noviembre de 2017, en la causa Esma, se juzgó y condenó a los pilotos Mario Daniel Arru y Alejandro Domingo D´Agostino, quienes llevaron desaparecidos sobre el mar Argentino y los arrojaron vivos. La fiscal Mercedes Soiza Reilly, especializada en derechos humanos y con una investigación donde no descartó ninguna fuente, fue central en la acusación y en el logro de la condena de los aviadores. Desplazada a los tribunales de San Martín, en estos momentos es colaboradora con la fiscalía que lleva adelante una causa similar.

 

Por la pantalla de los celulares y las computadoras, a través del canal de Youtube, se pueden ver algunos de los juicios por los delitos de lesa humanidad. Entre esos juicios está el del Batallón de Aviación 601, con asiento en Campo de Mayo, que se realiza en los tribunales federales de San Martín y hasta fin de año va a tener sesiones todos los lunes.

 

El jefe de Campo de Mayo era Santiago Riveros, y la estructura de la Jefatura Operacional del Batallón de Aviación 601 estaba conformada por un Jefe (Luis del Valle Arce), Segundo Jefe (Delsis Ángel Malacalza) y su Plana Mayor, integrada por oficiales de Personal (S-1) Horacio Alberto Conditi; Inteligencia (S-2) Alberto Luis Devoto; Operaciones (S-3) Eduardo José Lance y Logística (S-4) “quienes actuaban de manera conjunta y coordinada para el éxito de las operaciones relacionadas con la “lucha contra la subversión”. Con la excepción de Devoto, todos están acusados de “haber participado en la desaparición de cuatro personas en los vuelos de la muerte: Juan Carlos Rosace, Adrián Enrique Accrescimbeni, Roberto Ramón Arancibia y Rosa Novillo Corvalán”. Los adolescentes Accrescimbeni y Rosace eran alumnos del Colegio Mitre de San Martín y tarjeteros del boliche Patashu de San Miguel. Fueron secuestrados el 5 de noviembre de 1976 y vistos en el centro clandestino de detención conocido como El Campito. Fueron arrojados desde un avión al Río de la Plata y sus restos aparecieron juntos a fin de año, en Punta Indio, siendo inhumados como NN en el cementerio de Magdalena. Por su parte Arancibia fue secuestrado el 7 de mayo de 1977, visto en el centro clandestino El Vesubio, luego llevado a Campo de Mayo donde se lo vio con vida, según sobrevivientes. Su cuerpo apareció en la costa de Las Toninas el 24 de febrero de 1978 y enterrado como NN en el cementerio de Lavalle. A su vez, Rosa Novillo Corvalán, conocida como La Tota, fue secuestrada en Zárate en mayo de 1976, llevada embarazada a Campo de Mayo, su asesinato habría sido en noviembre, después de dar a luz. Sus restos fueron hallados en las costas de Magdalena y enterrada como NN en el cementerio local. Todas las víctimas fueron identificadas, muchos años después, por el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF).

 

En el juicio hay una gran cantidad de testigos, donde los principales serán los soldados que hicieron el servicio militar en aquella unidad militar y vieron, oyeron, fueron quienes de manera involuntaria asistieron al despegue de esos vuelos nocturnos. En las pantallas del zoom se ven a los tres jueces, a los abogados querellantes, a los defensores, a los acusados, al fiscal. Todos hablan, todos intervienen, todos aportan al debate. Una sola persona no habla, es Mercedes Soiza Reilly, que está como colaboradora de la fiscalía. Los acusados saben que ese silencio activo de esa mujer es lo peor que les puede pasar, porque es la mujer que ya logró la condena de otros militares implicados en los vuelos fatales.


ALGUNOS TRACTORES OLIGARCAS

Cuando los tractores con su potente marcha surcan los campos de la patria, florece la esperanza en la Nación. Sentir latir el suelo con abundantes semillas que mitigarán el hambre del mundo nos llena de paz. 


Las maquinarias agrícolas jamás deben estar ociosas, fueron concebidas para trabajar constantemente con el noble objetivo de producir alimentos que nutrirán a miles de familias en nuestro país y a otras comunidades allende los mares del planeta. 
Claro que la situación de nuestra Nación es muy difícil y que los especuladores parecen burlarse de las personas de trabajo. Indignación mayúscula ocasiona apreciar que ciertos intermediaros acopian riquezas desmesuradas, mientras que los productores de algunos sectores no alcanzan a cubrir los gastos de su producción. Muchas situaciones deben ordenarse en nuestra patria para que la sana y fecunda producción sea fomentada con la fuerza que esta noble actividad merece. 
Los tractores del campo, galopando los surcos con su noble corazón de acero, nada tienen que hacer protestando inactivos en un gobierno que los respeta y escucha. En efecto, hoy todos reconocen a nuestro presidente, Alberto Fernández, como una persona de diálogo y consenso. Debemos profundizar los acuerdos sectoriales sin olvidar que hay millones de argentinos que apenas pueden comer diariamente. 
La naturaleza del hombre de campo es noble, casi heroica, guardianes vocacionales de nuestras tradiciones más valiosas que dan sustento a nuestra identidad nacional. Generosos custodios de la propia argentinidad, ellos siempre trabajan, siempre aportan en forma desinteresada su esfuerzo en favor de la bandera que tanto aman. Sólo un sector de grandes acopiadores agropecuarios miran sólo su propio interés, encontrándose divorciados absolutamente del espíritu indómito y magnánimo del “hombre de campo”. Esos pocos tractores oligárquicos deben volver a sus campos a trabajar. La Nación los requiere activos y patrióticos en su misión de producir. 
Causa cierto estupor apreciar cómo se molestan y blasfeman cuando se produce un paro de actividades de empleados. Argumentan toda suerte de fundamentos para que no cesen sus actividades. Estos mismos individuos son los que fomentan el “paro” patronal de un sector agrario. Si para el obrero, es  (según ellos) un sin sentido y sin tapujos lanzan el artero juicio de “vagos”, pero si paran los “patrones” dicen que son “prohombres que luchan por sus derechos”...
Lo menos es pedirles humildemente a algunos comunicadores que utilicen “la misma vara” para opinar. Así su criterio será más justo y su voz un tanto más respetada. 
Lejos de sórdidas fundamentalistas acciones, el presidente Fernández no renuncia al dialogo. Así que pensamos que más temprano que tarde los intereses sectoriales encontrarán un equilibrio necesario para poder desarrollarse y crecer. Tanto pidieron con razón dialogo y ahora que lo tienen con Alberto parecen despreciarlo. 
Apuntalar al campo no significa menospreciar la industria, todo lo contrario, industria y campo, campo e industria deben evolucionar tomados de la mano. La Argentina que San Martín soñó requiere de un impulso en conjunto y sostenido. 
Los brutos rápidamente agitan los “tambores de guerra”. Los pensantes hablan de persuasión, respeto y diálogo. Jamás debemos fomentar enemigos, más bien aliados y socios en la epopeya de construir una Argentina poderosa con un pueblo feliz. 

                        Máximo Luppino

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